Los actos violentos ocurridos la tarde del pasado jueves en la ciudad de Santa Cruz han distraído completamente a la opinión pública y la han alejado de su principal atención que eran los incendios de la Chiquitanía, ahora en segundo plano. Lo sorpresivo del trance fanático y la inmediata reacción gubernamental han puesto bajo sospecha el artificial enfrentamiento entre los agredidos azules y los agresores “antiazules”, además en la medida que cada hora que pasa se va perfilando la idea de que todo ha respondido a un plan perfectamente montado desde las esferas donde se diseñan y controlan las acciones que deben beneficiar exclusivamente a los candidatos inconstitucionales del oficialismo. Lo que se pretendía era dramatizar ante la ciudadanía que el partido de gobierno es la única reserva moral que puede garantizar la paz y la democracia en Bolivia, y que cualquier reacción opositora sólo tiende a destruir esos sublimes valores y demoler al masismo, víctima de esa afrenta.
Este falso positivo de apasionamiento político no sólo ha conseguido engañar a la opinión pública sino también ha inyectado una dosis de desconfianza sobre la franqueza con la que los gobernantes han expuesto públicamente su estado de mortificación y victimización. Esto estaba perfectamente coordinado entre los lesionados azules y los jóvenes matones que tendieron una trampa a los políticos opositores que les pagaron dinero a aquellos, para que vuelquen toda su rabia fingida contra los indefensos protagonistas de esa tarde azul. Ya queda claro que se trata de una farsa tendida para buscar incautos entre los más fanáticos de la oposición y provocarles a que financien actos furibundos contra el gobierno. Han mordido el anzuelo y lo que se viene es algo parecido al caso “Hotel Las Américas”.
También queda claro de que este acto virulento no ha sido casual, por el contrario el plan estaba perfectamente diseñado para que confluyan esa misma tarde azul también los campesinos masistas que se oponen a la pausa ecológica que el gobierno departamental de Santa Cruz ha dictado legalmente, para evitar que los territorios quemados de la Chiquitanía sean ocupados por campesinos corruptos en pago por su lealtad política. Ya nadie necesita pruebas para afirmar que los incendios fueron provocados, para luego lotear y parcelar las reservas ecológicas carbonizadas y distribuirlas entre los emparentados con el señorío azul; como tampoco se necesita confirmar que el plan de los pirómanos se salió fuera de control, lo que ha derivado en un serio debilitamiento de la imagen pública del gobierno, peor ante su negativa insistente para reconocer que ese desastre ecológico tiene consecuencias insalvables.
El máximo tribunal electoral, en sintonía automática con el gobierno, ha recurrido al “fingimiento venezolano” para achacar la comisión de delitos electorales a la oposición y al Imperio, así como mostrar a sus militantes lesionados y sus casas de campaña destruidas; como un escenario dantesco que no contribuye a la paz que debería imperar en el proceso electoral. Las autoridades electorales y las del régimen no sólo es que son predecibles en extremo, sino que ya tienen la excusa perfecta para ensayar la suspensión del acto electoral y dar el oxígeno suficiente al gobierno para recuperar su credibilidad, muy deteriorada con los incendios provocados y el negocio monumental de las tierras en la Chiquitanía.