El jueves pasado, el vicepresidente Álvaro García salió en defensa de los ayllus del norte de Potosí y pidió que no se los estigmatice por el asesinato de los cuatro policías de Diprove, asegurando que tarde o temprano se dará con los autores del crimen. Además calificó como injusta la forma como “se quiere embarrar a las comunidades indígenas, a los ayllus, a los sindicatos», que a su juicio son la fuente de la patria. También dijo que el sólo hecho de afrentarlos responde a «ese discurso racista del siglo XIX», de ideólogos ultra conservadores y racistas. No tuvieron que pasar 24 horas para que los nueve ayllus estigmatizados de Llallagua, Chayanta y Uncía, desdigan a su defensor y determinen impedir el ingreso a esa zona de los fiscales y policías que investigan el asesinato. Este acto arrogante de los ayllus ha colocado en mala postura a su ferviente salvador, y ahora sí que el gobierno ha sido embarrado por estos grupos humanos pre modernos; que son el fundamento de su ideología plurinacionalista.
En la misma situación paradójica quedaron los tres hombres del Presidente, que la semana pasada lograron, a duras penas, que esos ayllus acepten entregar los cuerpos muertos de los policías torturados. Los ministros de Gobierno, Sacha Llorenti, y de la Presidencia, Oscar Coca, y el Defensor del Pueblo, Rolando Villena, aceptaron tácitamente su fracaso como operadores de un Estado de Derecho, ya de por sí, abandonado. Con el pronunciamiento de los nueve ayllus ha quedado claro que el crimen ha de quedar perpetuado y sus asesinos gozando de una impunidad pasmosa. No debe servir de excusa la frase que utilizó Llorenti para indicar que “ley y la justicia no se negocian”, peor si incomprensiblemente el propio gobierno cede y evacua a los policías, la justicia y la ley del territorio de los ayllus declarado como “zona roja”.
Los ayllus ya saben cómo doblegar al Estado de Derecho, y lo logran negociado la justicia y apostado con la ley como si de una ficha prescindible se tratara. Por esto, ningún gobernante ha asumido tenazmente el deber de imponer la ley con la fuerza de la autoridad y hacer que la justicia invada hasta el lugar más recóndito de Uncía. Esta omisión es un delito de corrupción, tipificado en la última ley aprobada por el propio gobierno para proteger al pueblo de esta lacra. Peor papel el que cumplió el Defensor del Pueblo, quien a sabiendas omitió su principal atribución para formular recomendaciones y recordatorios de deberes legales inherentes a las autoridades públicas, o emitir censura pública por actos o comportamientos contrarios a dichas formulaciones (art. 222, inc. 5, CPE). Lo que pasa es que este señor le debe una factura al gobierno, y prefiere defenderlo dejando de lado al pueblo.
Lo de Uncía ha delatado la inexistencia de mecanismos estatales para gobernar sobre todos y para salvaguardar al ser humano, vivo o muerto, de las omisiones criminosas del gobierno o de los asesinos cobijados en los ayllus. Entonces recordemos la sensatez de los pronunciamientos públicos que dirigieron sus reflexiones a estos funcionarios que han fracasado en su misión de retomar los senderos del Estado de Derecho. Los comunarios involucrados en el crimen deberían rendir cuentas ante la justicia ordinaria, junto a los funcionarios que omitieron cumplir con sus deberes; y que ahora infaman arteramente a sus conciudadanos decentes que creen que en Uncía se cometió un espeluznante asesinato, que debería ser castigado con toda la fuerza de la ley, mejor si es con esas leyes del siglo XXI que el gobierno ha aprobado, divinizando su modernidad. Con este atado de paradojas y la premisa: “sálvese quien pueda”, el gobierno del MAS nos ha devuelto a esa recóndita selva del siglo XV.