Me toca contar una experiencia personal. Terminé conociendo a Josep Barnadas por una apuesta sobre un detalle histórico de la noche del 25 de mayo de 1809 y creí, de manera absolutamente irrespetuosa, que el único que podía señalar las fuentes probatorias idóneas para sostener mi envite era este historiador. Ese mismo día, usé el teléfono y le pregunté cuál era el mejor libro escrito sobre esa fecha histórica, sin más y con algo de fastidio me dijo que consultara ese libro escrito por el cura jesuita Estanislao Just Lleó, dijo algo más y colgó. Generosidad lacónica, pensé. Algún tiempo después, un sábado de diciembre de 2007, muy temprano ahí por la avenida Ballivián sin gente y con naturalidad viva; coincidí con Barnadas. Charlamos unos dos minutos y me concedió una reunión en su casa para las once de ese mismo sábado, obvio, para charlar más. Ahí estuve, despertando mi curiosidad y escuchando al maestro respondiendo, con mucha agalla, las insistentes preguntas de un aficionado por la historia. De su hogar salí con el Diccionario Histórico de Bolivia en las manos, y con la advertencia de que si tenía alguna cuestión o curiosidad sobre la historia boliviana, tan sólo debía abrirlo, me dijo.
Desde ese entonces, los encuentros casuales en la calle daban pié a intensas charlas, que para su bienestar, decía, que tenían un fin siempre cerca de su casa. Así era él, muy terrenal en su faceta más tierna; pero cuando le hervían las vísceras era muy espontaneo, digámoslo de ese modo. No son pocos los que rosaron esa cara, quizás por mala suerte o hasta sacar chispas. Eso era, un ser humano ordinario pero con un carácter extraordinario; y para mí: increíble. Un hombre claro fue él que conocí.
Siendo un oyente en sus clases magistrales, pude percibir que tenía la capacidad y el talento para liderar, y por lo general terminaba por imponer, con una sutileza pedagógica propia del siglo XIX. Que yo sepa, nunca utilizó medios audiovisuales en sus magisterios, técnicamente los repudiaba sólo para evitar el sometimiento de la retórica prudente bajo la superficialidad de una diapositiva frágil, vacía de mensajes. Decía Barnadas, que el expositor que usaba el powerpoint caía simple y perfectamente bajo el perfil de un criminal de la palabra, así nos hizo entender que las modas atentan siempre contra el librepensamiento. Creía firmemente en el poder de la palabra, como el único vehículo real para persuadir, enseñar, aconsejar o para amar al prójimo, especialmente cuando dosificaba con generosidad la información que necesitaba quien se le ponía en frente. Odiaba con toda su alma a los que repetían lo obvio.
Barnadas era un caminante, un lobo suelto y hambriento, eso era. Tenía hambre de papeles, libros, cualquier objeto material que se deje leer y ante todo extraer información valiosa. Por el bien de todos, caminó por los recovecos inmundos y los pasajes limpios de este nuestro mundo, espiando bibliotecas y archivos, rastreando libros inimaginables, perdidos, olvidados o escondidos. Era su agudo olfato de historiador que distinguía a leguas el olor del pergamino, los pliegos o la celulosa percudida. Enloquecían sus sentidos cuando descubría un libro largamente perseguido o sentía la alegría necesaria cuando los libros eran los que le esperaban, para hacerse descubrir, nunca por cualquiera, sino sólo por él.
De él tengo muchos recuerdos materiales: sus libros. Tengo mucho que contar de sus enseñanzas. Los desafíos que me impuso, como trabajar el epistolario de Aniceto Padilla, por ejemplo. Tareas miles ha dejado Josep Barnadas, en especial esa que urgentemente debe completarse con la remoción del Diccionario Histórico, pero esta vez resaltando su nombre y su marca bienpensante. No puedo dejar de transcribir la dedicatoria que inscribió para mí en su libro Biblotheca Boliviana Antiqua: “Al Dr. Marcelo Gonzales Yaksic abogado con curiosidad (cosa rara y que lo enaltece), esta obra pasto espiritual”. Dije que esto tenía un toque personal, en fin qué importa ya, si lo único que ha quedado es mi curiosidad.